lunes, 15 de junio de 2009

Alexandra David Neel - Místicos y Magos del Tíbet (extracto del capítulo V "Discípulos de Antaño y sus émulos contemporáneos")


(...)Otro monje que conocí obedeció a motivos mucho menos filosóficos al buscar un maestro, y si cito su caso es por contraste con el antrior y para mostrar un aspecto distinto de la mentalidad Tibetana.
Karma Dordji nació en una familia pobre, de baja condición. Muy niño, en el monasterio donde sus padres le colocaron, se vio expuesto a las burlas y el desprecio de los otros frailecillos, que pertenecian a una clase social superior a la suya. Tales vejaciones cambiaron cuando fue mayor, pero varios de sus colegas le hacían sentir hasta en el silencio, la inferioridad de su origen. Karma Dordji era orgulloso y estaba dotado de una gran fuerza de voluntad. Me dijo que no era más que un muchachito cuando juró que se elevaría sobre los que lo humillaban.
Su nacimiento y su condición de monje sólo le proporcionaban un medio para llegar a ser lo que se había propuesto. Necesitaba ser un gran asceta, un mago, uno de los que someten a los demonios y los tienen como servidores. Así aquellos de quienes deseaba vengarse temblarían bajo su poder.
En tal disposición, nada piadosa, fue a buscar al superior del monasterio y le pidió una licencia de dos años, porque deseaba retirarse al bosque para meditar. Nunca se niega un permiso de este género. Dordji subió a lo alto de una montaña, encontró un lugar cerca de un manantial y se construyo una cabaña. En seguida, para imitar mejor a los ascetas, versados en el arte de desarrollar el calor interno, prescindió de su vestimenta y se dejó crecer el pelo. Las pocas personas que, de cuando en cuando, iban a llevarle víveres, le encontraban sentado, inmóvil, desnudo aun en pleno invierno, como abismado en la contemplación.
Se empezaba a hablar de él, pero todavía estaba muy lejos de la celebridad que deseaba. Comprendió que su ermita y su desnudez no eran suficientes para dársela. Volvió, pues, a su monasterio y esta vez pidió permiso para abandonar el país y buscar un gurú en otra región. No hicieron nada por retenerle.
Sus peregrinaciones fueron más extraordinarias que las de Yechés Gyatso, porque éste sabpia siquiera a dónde iba, mientras que Karma Dordji lo ignoraba. No logrando descubrir un mago que mereciese su plena confianza, resolvió llegar a él por medios ocultos. Karma Dordji creía firmemente en las deidades y en los demonios, sabía de memoria la historia de Milarespa -que hizo caer una casa sobre sus enemigos- y recordaba muchas otras cosas de las que los terribles grandes traen al centro del kyilkor formado por el mago de las cabezas sangrientas que éste ha reclamado.
Dordji conocía un poco el arte de los kyilkhors. Construyó uno con piedras en el fonde de una garganta estrecha y comenzó con sus conjuros para que las formidables deidades le dirigiesen hacia uno de los maestros a quienes sirven. A la séptima noche se dejó oir un estruendo espantoso.El torrente que corría por la garganta de la montaña creció súbitamente. Una tromba, debida quizá a la rotura de un bolsón de agua o al aluvión sobre las montañas más altas, barrió el lugar donde se encontraba el joven monje y le arrastró con su kyilkhor y su pequeño bagaje. Rodando entre las rocas, tuvo la suerte extraordinaria de no ahogarse y fue a parar a la salida del desfiladero, a un valle inmenso. Cuando amanecipo, vio un riteu resguardado contra una muralla rocosa en la estribación de la montaña.
La casita encalada, aparecía de color blanco rosáceo, luminosa bajo los rayos del sol naciente. El salvado creyó verhaces de luz que venían a reposarse sobre su frente. De deguro que allí vivía el maestro que tanto había buscado. Ya no le cabpia duda de que las deidades le habían obligado -muy rudamente, es verdad- a bajar hacia el valle en vista de aquel riteu.
Halagado por tal convicción, Karma Dordji no dio la menor importancia a la pérdida de sus provisiones y de su ropa, arrastradas por la corriente y completamente desnudo, como se había puesto a imitar a Heruka (Personaje del panteón lamaísta que se representa bajo los rasgos de un asceta desnudo) mientras oficiaba en su kyilkhor, se dirigió hacia la ermita.
Cuando llegó, un discipulo del anacoreta bajaba a sacar agua. Poco faltó para que, al ver aquella extraña aparición, no dejase caer el recipiente que llevaba. El clima del Tibet es muy distinto al de la India, y si en esta última región los ascetas o pseudoascetas desnudos forman legión y no asombarn a nadie, no es igual en el "país de las nieves". Solo algunos raros naldjorpas van así, viviendo fuera de los caminos, en los repliegues de las altas cadenas de montañas, y casi nadie los ve.
-¿Quién habita ese riteu?- preguntó Karma Dordji.
-Mi maestro, el lama Tobsgyes- contestpo el monje.
El aspirante a mago no quiso saber más. ¿Para qué informarse? Lo sabía de antemano: las deidades le habían encaminado hacia el maestro que necesitaba.
-Ve a decir al lama que los tcheu-kyongs ("protectores de la religión", deidades o demonios que, según los lamaístas, se han comprometido, por juramento, a defender la doctrina budista contra sus enemigos) le envían un discípulo -pronunció enfáticamente el hombre desnudo.
Asustado, el portador de agua fue a avisar a su maestro, y éste le ordenó qu introdujese al visitante.
Después de haberse presentado con devoción, Karma Dordji volvió a anunciarse como discípulo enviado por las deidades "a los mismisimos pies del maestro".
El Lama Tobsgyes era letrado. Nieto de un funcionario chino casado con una tibetana, había heredado, sin duda, de aquel antepasado, una tendencia al agnosticismo amable. Probablemente se había retirado al desierto por gusto aristocráticode soledad y por el deseo de no ser molestado en sus estudios. Así me lo figuré, al menos, por el retrato que de él me hizo Karma Dordji. Él mismo se había informado de los monjes que le servian pues como veremos, sus relaciones con este último fueron breves.
El eremitorio de Kuchog Tobsgyes respondía, por su situación, a las reglas de las antiguas escrituras búdicas. "Ni muy cerca del pueblo, ni muy lejos del pueblo". Desde sus ventanas el anacoreta veía un ancho valle del desierto, y al atravesar la montaña contra la que se apoyaba su vivienda, se encontraba un pueblo, en la vertiente opuesta, a menos de medio día de marcha.
El interior de la eremita era de una simplicidad ascética, pero tenía una biblioteca muy bien provista, y algunos bellos thangkas (cuadros pintados en tela que pueden enrollarse como los kakemonos japoneses), colgando de los muros, indicaban que el ermitaño no era ni pobre ni ignorante en materia de arte.
Karma Dordji, individuo de una gran estatura, no llevando por vestimenta más que su larga cabellera en trenza, alargada aún por crines de Yak que le llegaban a los talones, debía formar un extraño contraste con el delgado y refinado letrado que me describió.
Este último le dejó contar la historia del Kyilkhor y de la crecida milagrosa del torrente, y mientras Dordji repetía, una vez más, que había sido llevado a sus pies, se limitó a hacerle observar que el sitio donde las aguas lo habían depositado estaba bastante lejos de su retiro.
Después preguntó al aprendiz de hechicero por que viajaba desnudo.
Cuando Dordji, lleno de importancia, le habló de Heruka y de los dos años que había pasado sin vestimenta en el bosque, el lama lo consideró un instante, y luego, llamando a sus servidores, dijo sencillamente:
-Conducid a este pobre hombre a la cocina, sentadle junto al fuego y que beba té muy caliente. Buscadle también un vestido viejo de piel de cordero y dádselp. Ha tenido frío durante años.
Y con esto le despidió.
Karma Dordji sintió gran placer al ponerse la hopalanda de piel que le dieron, por muy estropeada que estuviese. El fuego y el té con manteca le reconfortaron después de su baño nocturno. Pero este placer, puramente físico, resultaba echado a perder por la mortificaión de su vanidad. El lama no le habia acogido como debpia, como a un discípulo que le llegaba milagrosamente. Contaba, sin embargo, después de restaurarse, con hacer comprender al ermitaño quién era y lo que deseaba. Pero Tobgsyes no le invitó a comparecer y parecía haberle olvidado por completo. Dió órdenes, sin duda, respecto a él, porque le alimentaban bien y tenía su sitio fijo junto al hogar.
Los dáis transcurrían y Dordji se impacientaba; la cocina, por muy confortable que fuese, acabó por parecerle una cárcel. Hubiera querido siquiera trabajar, sacar agua o recoger leña, pero los discípulos del lama no lo consentían. El maestro había ordenado que se calentase y que comiese, sin añadir otra cosa.
Karma Dordji estaba cada vez más avergonzado de que le tratasen como a un peroo o como a un gato familiar, a quien cuidan y de quien nada se exige. Varias veces, en los primeros días de su temporada, había rogado a sus companeros que le recordasen al maestro, pero ellos se excusaban siempre diciendo que no podían permitírseño y que si rimpotché ("precioso". Titulo honorífico que se emplea al dirigire a un lama de alto rango o al hablar de él) deseaba verle le llamaría. Después no se atrevió a insistir. Su únjjico consuelo era atisbar la aparición de lama, que se sentaba, algunas veces, en un balconcito delante de su cuarto, o ponerse a escuchar cuando aquél, a lo largos intervalos, explicaba un libro filosófico a suis discípulos o a algín visitante. Aparte de estos raros resplandores en su existencia, las horas transcurrían para él lentas y vacías, mientras vivía y volvía a vivir en su pensamiento las circunstancias que le habían conducido a donde estaba.

Transcurrió así poco más de un año. Dordji se consumía. Hubiera soportado valientemente las más rudas pruebas impuestas por el lama, pero aquel completo olvido le desconcertaba. Llegaba a imaginar que Kuchog Tobsgyes, con su poder mágico, había adivinado su baja condición -aunque sin querer confesárselo- y que le despreciaba dándole hospitalidad como pura limosna. Aquella idea, que se apoderaba más y más de su espíritu, le torturaba.
Convencido siempre de que un milagro le habia conducido junto al lama y que para él no había mejor maestro en el mundo, no pensaba en ir a buscar otro, pero la idea del suicidio cruzaba, a veces, por su mente.
Karma Dordji estaba a punto de sumirse en la desesperación, cunado fue a visitarle un sobrino del anacoreta. Era un lama Tulku, abad de un monasterio, y viajaba con numeroso cortejo. Resplandeciente con sus vestiduras de brocado amarillo, tocado con un brillante sombrero de madera dorada, puntiagudo como el techo de una pagoda, el lama, rodeado de su acompañamiento, paró en la llanura, al pie del eremitorio. Armaron magníficas tiendas y después de haberse refrescado con el té que el ermitaño le envió en una enorme tetera de plata, el tulku se encaminó a la casita de su pariente.

Habiéndose fijado durante los dias siguientes en la extraña catadura de Karma Dordji, con su harapienta piel de borrego y su cabellera que le llegaba al suelo, le interpeló, preguntándole qué hacía sentado siempre junto al fuego. Dordji aprovechó la ocasión como un nuevo favor de las deidades que al fin volvían sus miradas hacia él, y presentó todos sus títulos, desde su retirada al bosque, el kyilkhor en la montaña, la crecida del torrente, el descubrimiento de la ermita, los rayos de luz que, partiendo de esta última, se habían posado sobnre su cabeza, y terminó por el olvido en que el lama le tenía, rogando al tulku que intercediese a su favor.
Por lo que se desprendía de este relato, el tulku debía tener parecido con el modo de ser de su tío y poca inclinación a dramatizar las cosas. Miró extrañado al hercúleo Karma Dordji y le preguntó que enseñanza deseaba el lama.
Viendo, al fin, que alguien se interesaba por él, el aspirante a hechicero volvió a sentirse seguro. Quería, contestó, adquirir poder mágico, volar a través del aire y hacer temblar la tierra, pero se guardó muy bien de mencionar la razón que le impulsaba al deseo de obrar estos milagros.
El tulku, no cabe duda, se divertía cada vez más. Prometió sin embargo, hablar a su tío a favor del demandante. Luego, durante las dos semanas que duró su visita, no le volvió a mirar.
El lama se había despedido de su tío y se dirigía a la llanura donde le esperaba el séquito. Desde el umbral de la ermita se veía a los criados teniendo de las riendas a los hermosos caballos, con gualkdrapas de paño rojo y amarillo, cuyas sillas y arneses, con adornos de plata bruñida, brillaban bajo el calro sol matinal. Karma Dordji contemplaba el espectáculo pensando en que el que debió interceder por él no le había transmitido ninguna respuesta del ermitaño y al marcharse le dejaba sin la menor esperanza.
Se preparaba a saludar al tulku posternándose, según es uso, cuando éste le dijo lacónicamente:
-Sígame.
Karma Dordji se asombró. Nunca le habían pedido el menor favor. ¿Qué querría el lama? Las tiendas y los equipajes, empaquetados por los sirvientes, habían sido enviados al amanecer con la caravana de las bestias de carga. No veía nada que hacer. Se trataría, probablemente, de llevar a la ermita cualquier cosa que el lama había olvidado dar a su tío.
Al llegar al pie de la montaña el tulku se volvió.
-He comunicado a Kuchog rimpotché-dijo-su deseo de adquirir los poderes mágicos. Me contestó que no poseía la colección de obras que deberá usted estudiar para eso. Ésta existe en mi monasterio y rimpotché ha ordenado que me acompeñe para que pueda usted comenzar su instrucción. Hay un caballlo dispuesto. Caminará usted con mis trapas.
Dicho esto, le volvipo la espalda y se unió al pequeño grupo de dignatarios del monasterio que le acompañaban en su viaje.
Se inclinaron todos en la dirección de la ermita para saludar al lama Tobsgyes; luego montaron a caballo y se alejaron al trote.
Karma Dordji se quedó como clavado en el sitio; un criado le puso las riendas del caballo en la mano... Y se encontró a lomo del animal, trotando a buen paso con las gentes del lama, sin darse cuenta de lo que le pasaba.
Transcurrión el viaje sin incidentes. El tulku no prestaba la menor atención a Dordji, que compartía la tienda y la comida de sus servidores clericales (los servidores de un lama osn también monjes. Los laicos no pueden residir en los monasterios).
El monasterio del tulku no era inmenso, como algunas gompas del Tíbet, pero aunque pequeño, tenía una apariencia muy confortable y la realidad coincidía con la apariencia.
Al cuarto día de su llegada, un trapa vino a advertir a Karma Dordji que el tulku había mandado a un tshams-khang la colección de las obras que Kuchog Tobsgyes le recomendaba estudiar cuidadosamente para alcanzar lo que deseaba. Añadía que, durante su reclusión, le enviarían con regularidad víveres del monasterio.
Dordji siguió a su guía, que le condujo un poco más allá de la gompa, a una casita muy bien situada. Su ventana tenía una bonita vista del monasterio, con sus tejados dorados, y más allá se percibía un valle encuadrado por pendientes llenas de arboleda. Colocados en estantes, ala lado del altarcito, había unos treinta volúmenes enormes, cuidadosamente envueltos y atados por correíllas con maderitas esculpidas.
El futuro mago se sintió felíz. Por fin empezaban a tratarle consideradamente. Antes de dejarle, el trapa le dijo aún que el tulku no le prescribía un tshams riguroso. Era libre de regular su vida como le pareciese, de ir a buscar agua al arroyo cercano y de pasearse si le gustaba. Dicho esto le dejó, después de enseñarle las provisiones y el combustible depositados en el tshams-khang.
Karma Dordji se abismó en la lectura. Se aprendió de memoria una cantidad de fórmulas mágicas y se ejercitó en repetirlas, con la intención de que su gurú, el lama Tobsgyes, a quien esperaba volver a ver, le enseñase la entonación exacta. Construyó cantidades de kyilkhors según las instrucciones de los libros, gastando más harina y más manteca en fabricar tormas (tortas rituales) de todas clases que las que consumía para su alimento. También se dedicaba a numerosas meditaciones indicadas en sus libros.
Durante dieciocho meses no decayó su ardor. Únicamente salía para ir a buscar agua; no dirigía nunca la palabra los trapas que , dos veces al mes, venían a renovarle las provisiones, y que no se acercaba jamás a la ventana para echar una mirada afuera. Luego, poco a poco, se infiltraron en sus meditaciones pensamientos que nunca había tenido antes. Ciertas frases de los libros, ciertos dibujos de los diagramas, le parecieron tener otro significado. Se paró ante su ventana abierta contemplando las idas y venidas de los monjes. Por fin salió, recorrió la montaña, considerando largamente plantas, las piedras, las nubes errantes en el cielo, el agua siempre corriente del arroyo, el juego de las luces y de sombras. Durante largas horas permanecía sentadom con los ojos fijos en los pueblos diseminados en el valle, observando a los trabajadores por el camino y a los que vagaban por los pastos.
Todas las noches, después de encender la lamparilla del altar, permanecía meditando, pero ya no trataba de seguir las prácticas enumeradas en los libros, ni de evocar a las deidades en sus diversos aspectos. Hasta muy tarde, hasta el amanecer a veces, permanecía inmóvil, ajeno a toda sensación, a todo pensamiento, viéndose como a la orilla de una costa y mirando avanzar la marea de un impalpable océano de luminosa blancura a punto de sumergirle.

Pasaron meses, hasta que una noche, no podía decir cuándo, Karma Dordji sintió que su cuerpo se elevaba sobre el cojín donde estaba sentado. Sin cambiar su postura de meditación, con las piernas cruzadas, traspuso la puerta y, flotando en el aire, recorrió el espacio. Al fin, llegó a su país, ante su monasterio. Era por la mañana, los trapas salían de la asamblea. Reconoció a muchos de ellos: dignatarios, tulkus, antiguos condiscípulos. Les encontraba la cara cansada, preocupaba y triste, y los examinaba con un curioso interés. ¡Qué pequeños le parecían desde la altura en que se cernía!¡Qué asombrados y asustados iban a estar cuando se dejase ver!¡Y cómo se posternarían todos ante él, el mago que había alcanzado poderes supernormales!
Y la idea misma le hacía sonreír de piedad; se fatigaba al considerar a aquellos pigmeos; ya no le interesaban. Pensaba en la beatitud que acompaña a la marea del extraño océano de tranquila luz, cuya tersa superficie no agita la más pequeña ola- No se haría ver. ¡Qué le importaban sus pensamientos, ni los suyos propios, us antiguo desprecio ni el placer del desquite!
De nuevo se movía en el aire para marcharse... Entonces, de repente, los edificios del monasterio temblaron, se dislocaron. Las montañas circudantes se agitaron confusamente; sus cimas se desmoronaron mientras surgían otras. El sol atravesó el espacio como un bólido que parecía caer del firmamento. Otro sol apareció rasgando el cielo. Y, constantemente acelerado el ritmo la fantasmagoría, Dordji no distinguió ya más que una especie de torrente furioso, cuyas ondas espumosas estaban formadas por todos los seres y todas las cosas del mundo.
Visiones de esta índole no son raras en los místicos tibetanos. No hay que confundirlas con los sueños. El sujeto no está dormido, y, con frecuencia, y a pesar de las peregrinaciones que lleva a efecto, de las sensaciones que experimenta y de los cuadros que contempla, conserva la conciencia bastante clara del sitio en que está y de su personalidad. Muchas veces también, cuando ocurren las visiones y la persona en trance se encuentra en un lugar expuesta a que la molesten, siente temor y desea, muy conscientemente, que nadie venga, ni le hable, ni llame a su puerta, etc. Aunque se encuentre, a veces, en la imposibilidad de hablar o de moverse, oye y se da cuenta de lo que ocurre en torno. El ruido y las idas y venidas de las gentes la producen sensaciones penosas, y si la sacan del estado psíquico particular en qeu se halla o sí, por conmoción nerviosa le produce, generalmente, un choque doloroso, primero; después, un malestar que dura largo tiempo.
Pära evitar esta conmoción y los efectos molestos que su repetición puede tener en las salud, se han dictado reglas que conciernen al modo de terminar un período de meditación, aun ordinaria, si se ha prolongado. Conviene, por ejemplo, volver la cabeza lentamente, de derecha a izquierda, darse masaje en la frente durante un rato, estirar los brazos uniendo las manos en la espalda y echando el cuerpo hacia atrás, etcétera. Cada cual escoge el ejercicio que más le conviene.
En los miembros de la secta Zen, en el Japón, donde los religiosos meditan juntos en una sala común, un vigilante, ejercitando en discernir los síntomas del cansancio, alivia a los que lo padecen y reanima su energía dándoles un palo bien fuerte en el hombro. Cuantos lo han experimentado concuerdan en que la sensación sufrida es un relajamiento agradable de los nervios.
Karma Dordji, al volver de su extraño viaje, miró a su alrededor. Su celda, con los libros colocados en los estantes, el altar y el hogar, estaba lo mismo que la víspera y tal como la había visto durante los tres años que la había visto durante los tres años que la habitaba. Se lenvantó y fue a mirar por la ventana. El monasterio, el río, el valle y los bosques cubrían las vertientes de las montañas tenían su aspecto habitual. Nada había cambiado y, sin embargo, todo era diferente. Muy tranquilo, Karma encendió lumbre, y cuando la leña prendió, cortó con cuchillo su larga cabellera de naldjorpa y la echó al fuego. Luego hizo té, bebió y comió tranquilamente, reunió algunas provisiones, que se echó a la espalda y salió, cerrando cuidadosamente la puerta del tshams-khang.
Al llegar al monasterio se dirigió a la morada del tulku, encontró a un criado en el patio de entrada y le rogó que informase a su amo de su partida y que le diese las gracias, en nombre suyo, por las bondades que habían tenido con él. Después se alejó.
Ya había recorrido alguna distancia cuando sintió que le llamaban. Uno de los jóvenes monjes de la familia noble que formaban parte de la casa eclesiástica del lama corría detrás de él.
-Kuchog rimpotché quiere versos- le dijo
Karma Dordji volvió sobre sus pasos.
-Nos abandona usted- dijo cortésmente el lama-. ¿A dónde va?
-A dar las gracias a mi gurú- contesto Karma.
El tulku guardó silencio un momento; luego dijo tristemente:
-Mi venerado tío se ha ido más allá del sufrimiento (nyan nien les des song. Expresión reverente que significa que ha muerto un santo lama y que quiere decir que ha alcanzado el Nirvana) hace seis meses.
Karma Dordji no pronunció una palabra.
-Si usted desea ir a su riteu le daré un caballo- prosiguió el lama-; será mi regalo de despedida al huésped que me abandona. En el riteu encontrará un discípulo del rimpotché, que ahora vive allí.
Karma Dordji dio las gracias y no aceptó nada. Unos días más tarde volvió a contemplar la casita blanca de donde creyó haber visto salir la luz y posarse sobre su cabeza. Penetró en el cuarto donde sólo había estado una vez, el día de su llegada; se posternó largamente ante el asiento del lama y pasó la noche en meditación.
Por la mañana se despidió del nuevo ermitaño y éste le entregó un zen que había pertenecido al difunto, quien había encargado que se lo diesen cuando saliera de su thsams-khang.
Desde entonces, Karma Dordji llevó una existencia vagabunda, parecida a la del célebre asceta Milarepa, a quien admiraba mucho y a quien veneraba profundamente, Cuando le encontré, ya era viejo, pero no pensaba buscar ningún sitio para fijar su residencia.
No es corriente que los comienzos de todos los anacoretas tibetanos sean tan singulares como los de Karma Dordji. Las circunstancias de su noviciado mismo son muy particulares y por eso las he relatado tan largamente. No obstante, el adiestramiento espiritual de todos los discípulos de los gomt-chens se compone, casi siempre, de curiosos detalles. He oído muchas historias sobre este asunto y mi propia experiencia, tan áspera a veces, del papel de discípula en el "país de las nieves", me convenve de que buen número de ellas son ciertas.


Este es un extracto del libro "Místicos y Magos del Tíbet" del capitulo V

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