jueves, 23 de julio de 2009

“El poder de los wakas (1)” Leyenda andina



Eran tiempos de buenas cosechas, de lluvia abundante y frutos generosos. Esto envaneció a los habitantes
del pueblo de Jatun Taki que, en vez de mostrar agradecimiento a Inti Tayta(2) y a Pachamama(3), y en vez
de respetar a los wakas, creyeron que ellos no necesitaban ningún tipo de ayuda para seguir viviendo en la
abundancia. Por esto empezaron a olvidarse de los cantos que dedicaban a la salida del Sol y de las músicas
que ofrecían a la Tierra, y vivieron sin sus sonidos sagrados.
Inti Tayta y Pachamama decidieron castigar la arrogancia de aquel pueblo y pidieron a sus wakas (Yniani, Ayanka,
Tuwii, Anawa e Itaiky) que se fueran de la región. Al cabo de pocos días, los habitantes vieron preocupados que
los ríos empezaban a secarse, que la hierba pasaba del color verde al amarillo, que los gusanos celebraban un
festín con la fruta que estaba a punto de madurar y que la tierra se resquebrajaba por falta de agua.
Asustados y arrepentidos, intentaron recordar sus cantos de alabanza al Sol y a la Tierra, pero el tiempo
había borrado las melodías de su memoria. ¡Parecían abocados a vivir en la mayor de las miserias!
Por suerte, algunos ancianos aún mantenían vivas en el recuerdo aquellas músicas: sacaron a la calle sus
flautas y sus tambores y empezaron a cantar. Los cantos duraron cinco días y cinco noches, y a medida
que los más jóvenes iban aprendiendo las melodías, se iban añadiendo al conjunto, que crecía a cada
momento. Pero, al final, debilitados por el cansancio, se durmieron todos. Entonces, un viento suave y
húmedo entró silenciosamente por las calles del pueblo y trajo de nuevo la lluvia que todos esperaban
tanto. La gente se despertó y volvió a cantar y a hacer la misma música, aún con más fuerza que antes.
Pocos días después, los wakas regresaron y el pueblo de Jatun Taki salió de nuevo a la calle con las flautas
y los tambores para celebrarlo. Y volvieron los tiempos de buenas cosechas y frutos abundantes.
Y así aprendieron la lección, y su desprecio, orgullo y arrogancia se perdieron en el tiempo.
(1) Wakas: Lugares sagrados, ídolos
(2) Inti Tayta: Padre Sol
(3) Pachamama: Madre Tierra

JA'QUé! MATE !


EL NACIMIENTO DE KAÁ-GUASÚ: LA YERBA MATE

El mate es una infusión sumamente popular en la República Argentina y en Uruguay. La yerba mate es un arbusto del género de las Aquifoleaceas cuyas hojas contienen
una apreciable cantidad de un alcaloide denominado teína, (similar a la cafeína), de considerable acción estimulante. Aquí reproduciremos una versión de la leyenda guaraní sobre el origen de kaá-guasú: la yerba mate.
Yasí habitaba en el cielo. Todas las noches se pasea por las alturas, alumbrando las copas de los árboles y la superficie de los esteros. Y, un buen día, se dio cuenta de que todo lo que conocía de la selva eran lo que veía desde arriba: los ríos, las cascadas, el colchón verde de los árboles... pero que no sabía nada de lo que pasaba en el suelo. Así que quiso ver por sí misma las maravillas de las que le habían hablado el sol, la lluvia y el rocío: los coatíes cazando al atardecer, las arañas tejiendo sus telas, los pájaros empollando sus huevos... en fin, todas esas maravillas de la naturaleza que los hombres estamos tan acostumbrados a ver, que ya no les prestamos atención.
Hasta que un día se decidió; la invitó a Araí, la nube, y juntas se fueron a pedirle autorización a Kuarajhí, el Dios Sol, para que las dejara bajar a la Tierra.
-Está bien -les contestó el Dios Sol-; yo les doy permiso, pero desde ya les digo que cuando lleguen allá tendrán las mismas debilidades que los seres humanos, y estarán expuestas a los mismos peligros, aunque ellos no puedan
verlas a ustedes.

-A la mañana siguiente -reinició don Ante, después de
cambiar la cebadura-, tempranito nomas, ya estaban las dos muchachas recorriendo la selva, paseando entre los timbó y los quebrachos, jugando con los caí-carayá, los monos aulladores, charlando con pájaros guacamayos, y con los metalizados mbaé-í-humbí, un picaflor amazónico, y riéndose de las patas chuecas de los aba-caé u osos hormigueros.
Caminaron durante horas entre gigantescos lapachos y urundays, abriéndose paso entre los bejucos y las lianas y tejiendo collares y coronas de orquídeas y mburucuyás, las flores pasionarias. Así, hasta que llegó el mediodía y, como si hasta ese momento no lo hubieran notado, llegó hasta ellas el rumor sordo e ininterrumpido del monte, entretejido por el parloteo estridente de los loros, el graznido de los halcones, el martilleo del pájaro carpintero y todos esos otros sonidos que no se pueden definir con precisión, pero que forman parte de esa vida bullente y siempre renovada de la selva.
Todo aquel bullicio, sumado a su inexperiencia, hizo imposible que escucharan los sigilosos pasos del yaguareté, famélico después de una larga noche o de una infructuosa cacería. La bestia rugió furioso en el momento del ataque, mientras las diosas cerraban sus ojos, esperando los zarpazos que acabarían con su frágil vida humana. En lugar de ello, oyeron un silbido y un golpe sordo, tras el cual el salvaje bramido se tornó en gemido cuando una flecha, disparada por un joven cazador guaraní que pasaba accidentalmente por el lugar, se clavó profundamente en el flancoexpuesto del animal.

Enfurecida de dolor, la fiera se revolvió contra el cazador, abriendo sus fauces aterradoras y sangrando por el costado, pero una nueva flecha acabó con
su agresión. En medio del fragor de la lucha, el joven cazador de la tribu cypoyai creyó entrever la silueta de dos mujeres que huían despavoridas, pero luego, al revisar los rastros, no vio más que la sangre derramada del yaguareté y los arañazos de sus zarpas en la hierba, y creyó haberse equivocado.
El cypoyai, orgulloso frente a su primer jaguar, sacó su cuchillo, lo desolló cuidadosamente y luego se acostó a la sombra de un ceibo. Agotado por la excitación de la caza, durmió profundamente y, mientras lo hacía, soñó que dos
hermosas mujeres, de piel blanca como la espuma del río y rubias cabelleras como nunca había visto, se acercaban a él y, llamándolo por su nombre, una de ellas le dijo:
-Yo soy Yasí, y ella es mi amiga Araí; volvimos para
agradecerte el habernos
salvado la vida. Fuiste muy valiente al enfrentarte al yaguareté para
defendernos, y por eso voy a entregarte un premio que te envía Kuarajhí, el Dios Sol. Más
tarde, cuando llegues de vuelta a tu maloka (casa),
encontrarás junto a la entrada una planta que no reconocerás; la llamarás caa, y con sus hojas podrás
preparar una bebida que acerca los corazones solitarios y ahuyenta la nostalgia y la tristeza. Es mi regalo para tí, para tus hijos y para los hijos de tus hijos...
Luego, en su sueño el joven cazador creyó ver que las dos muchachas se alejaban entre los árboles, seguidas por una bandada de mariposas blancas, y
enseguida fueron solamente un resplandor entre los arbustos. Pero al atardecer, al llegar a su tavá (pueblo) él y los miembros de su familia vieron un
nuevo arbusto de hojas ovaladas y brillantes que brotaba por doquier. Ante el asombro de todos, el joven cypoyai siguió las instrucciones de Yasí: picó cuidadosamente las hojas, las colocó dentro de una pequeña calabacita seca, y la llenó con agua fresca del arroyo. Luego buscó una caña fina, la introdujo en el mate y probó la nueva bebida. Al comprobar que calmaba rápidamente su sed, y saborear su
agradable dejo amargo, invitó a sus familiares y, no contento con ello,
abandonó la maloka y llamó a sus vecinos, para hacerles probar su nuevo hallazgo. Pronto el recipiente fue pasando de mano en mano, y en poco tiempo toda la tribu había adoptado la nueva infusión: ¡había nacido el mate! (*)
(*) Extraído de Cuentos y leyendas argentinos, Selección y prólogo de Roberto Rosaspini Reynolds, Buenos Aires, Ediciones Continente

OM SHANTI OM


OM MANI PADME HUM



miércoles, 22 de julio de 2009

El Quirquincho Músico


“El quirquincho músico”
Un viejo quirquincho* estaba, como hacía cada tarde,
tumbado cerca de unas rocas. Allí escuchaba los suaves
cantos del viento al rozar las grietas de la piedra. ¡Qué
sonido tan dulce, cuántas agradables sensaciones recorrían
su caparazón mientras cerraba los ojos embelesado
ante tanta belleza! Era un animal con una gran vocación
musical. Luego, hacia el atardecer, le gustaba muchísimo
oír el canto de las ranas que se reunían en la zona pantanosa.
Los ojos se le llenaban de lágrimas saladas cuando
se acercaba lentamente a la charca y escuchaba con
atención el refinado croar de la coral de agua dulce.
-“Ah, si yo pudiera llegar a cantar con tanta expresión!
¡Ah, si yo tuviera esta voz tan afinada y este ar te
incomparable que tenéis las ranas!”
Como os podéis imaginar, éstas le miraban con un aire
burlón y le contestaban, con una pose algo altanera:
-“Tú no has nacido para el canto. Aunque vengas a
escucharnos todas las noches de tu vida, ¡jamás llegarás
a gorjear tan bien como nosotras!”
El pobre quirquincho, en vez de enfadarse, seguía admirando
la polifónica de anfibios hasta bien entrada la
madrugada.
Un día, cerca de su madriguera pasó un hombre que
llevaba una jaula con un par de canarios. Cuando, de
repente, los animales empezaron a cantar, ¡el quirquincho
casi enloqueció de placer! Salió del agujero y siguió
al hombre durante horas y horas; atravesó montañas,
cruzó valles y se alejó como jamás se había alejado de
su territorio, siguiendo aquel sonido maravilloso que
salía de la jaula. Pero, al final, sus patas cortas y cansadas
dijeron basta, y el animal se detuvo suspirando.
-“¡Qué lástima, ya no puedo más! ¡Estos pájaros eran
unos artistas de primera categoría! Si yo pudiera cantar
como ellos...”
De regreso, andando ahora muy lentamente, el quirquincho
pasó por delante de un conocido mago y, armándose
de valor, decidió entrar. Una vez dentro, le dijo:
-“Amigo mago, tú que eres capaz de conseguir lo
imposible, ¿podrías enseñarme a cantar como los
pájaros?”
Cualquier persona con dos dedos de frente
se habría partido de risa y habría puesto al
animal de patitas en la calle, cantándole las
cuarenta (¡y es que nunca hay que molestar
a un gran mago para cosas que no tienen
ningún sentido!). Pero el hombre le respondió
con voz seria y pausada:
-“Yo puedo hacer que cantes mejor que cualquier
pájaro, mejor que las ranas y mejor que cualquier
otro animal del mundo. Ahora bien, el precio que
tendrás que pagar es demasiado alto, porque conseguirlo
te costará la vida.”
-“¡Lo acepto con alegría! —respondió el animal—. ¡No
hay nada que desee tanto como ser un gran músico!
¡Enséñame a cantar!”
-“Muy bien, mañana cantarás, pero, como te he dicho,
esta noche morirás.”
-“Así que, ¿cantaré una vez muerto?”
-“Efectivamente, así será.”
Al día siguiente, el quirquincho empezó a cantar. Su
voz era exquisita, una voz como jamás se había escuchado
por aquel lugar. El mago lo llevaba en brazos y
lo paseaba por todas partes con orgullo. No había
nadie (hombres, mujeres o animales) que no se emocionara
a su paso. ¡Aquello sí que era música!
Cuando, hacia el atardecer, pasó cerca de la charca,
las ranas cerraron por una sola vez sus bocas y escucharon
embelesadas todos aquellos sonidos y ritmos.
-“¡Qué milagro! ¡El quirquincho se ha convertido en un
gran músico! ¡Canta mejor que los pájaros! ¡Canta mejor
que los grillos! ¡Incluso canta mejor que nosotras!”
Y entonces, salta que saltarás, siguieron durante un
buen rato a su querido amigo que, convertido ahora
en un precioso charango, siguió ofreciéndoles sus refinados
sonidos hasta que el mago dejó de tocar y guardó
el instrumento en su zurrón.
* Un Quirquincho es un armadillo que
habita en el altiplano de los Andes

miércoles, 1 de julio de 2009

The Pipper at the gates of Dawn


CAPÍTULO VII
El flautista en el umbral del alba

El reyezuelo del sauce, escondido en la orilla oscura del río, silbaba su cancioncilla.
Aunque ya eran las diez de la noche pasadas, el cielo retenía algunos tardíos jirones de la luz
del día; el tórrido calor de la tarde se disipaba bajo los fríos dedos de la corta noche de
verano. El Topo estaba tumbado en la orilla, agotado por el ardor de un día sin una sola nube
desde el amanecer hasta la tardía puesta del sol. Estaba esperando a su amiga. Mientras él
había pasado un rato en el río con unos compañeros, la Rata de Agua tenía un compromiso
pendiente con la Nutria. Cuando el Topo regresó a casa, la encontró oscura y vacía. Sin duda,
la Rata se había entretenido con su vieja amiga. Hacía demasiado calor para quedarse en casa,
así que se tumbó sobre unas hojas frescas de acedera y se puso a pensar en todo lo que había
hecho aquel día, y lo bien que se lo había pasado.
Pronto oyó el paso ligero de la Rata, que se acercaba sobre la hierba seca.
-¡Bendito frescor! -dijo mientras se sentaba, mirando pensativa hacia el río, silenciosa y
preocupada.
-Supongo que te quedaste a cenar-dijo el Topo.
-No tuve más remedio -contestó la Rata-. No querían que me marchara antes de cenar.
Ya sabes lo acogedores que son. Y se esforzaron por entretenerme todo el rato que estuve con
ellos. Pero me sentí muy incómoda, porque me daba cuenta de que estaban muy disgustados,
aunque trataban de ocultarlo. Me temo que están en dificultades, Topo. El pequeño Portly ha
vuelto a desaparecer. Y ya sabes lo mucho que lo quiere su padre, aunque nunca hable del
tema.
-¿Ese crío? -dijo el Topo, sin darle importancia-. Bueno, ¿y por qué preocuparse?
Siempre está vagando por ahí y perdiéndose, pero siempre regresa. ¡Es tan aventurero! Pero
nunca le ocurre nada malo. Todo el mundo lo conoce y lo quiere mucho, tanto como a la vieja
Nutria, y estoy seguro de que algún animal lo encontrará y lo traerá de vuelta. ¡Si hasta
nosotros mismos lo hemos encontrado varias veces a muchos kilómetros de casa tan alegre y
confiado!
-Sí, pero esta vez es más serio -dijo la Rata-. Hace ya varios días que se marchó, y las
Nutrias lo han buscado por todas partes, sin encontrar el menor rastro. Y han preguntado a todos
los animales de los alrededores, y nadie lo ha visto. La Nutria está más preocupada de lo
que parece. Acabó por confesarme que el pequeño Portly todavía no ha aprendido a nadar
muy bien, y me imagino que estaba pensando en la presa. Aún baja mucha agua, teniendo en
cuenta la época del año, y aquel lugar siempre ha tenido una gran fascinación para el niño. Y
además hay..., bueno, trampas y otras cosas, ya sabes. La Nutria no es el tipo de animal que
se preocupa por sus hijos sin razón. Y ahora está preocupada. Cuando me despedí, me
acompañó fuera..., dijo que necesitaba un poco de aire fresco y que quería estirar las patas.
Pero me di cuenta de que le pasaba algo, así que le pedí que me acompañara, y se lo fui
sacando todo poco a poco. Dijo que iba a pasar la noche vigilando el vado. ¿Te acuerdas del
lugar donde solía estar el vado en tiempos cuando aún no habían construido el puente?
-Claro que sí -dijo el Topo-. ¿Pero por qué se le ha ocurrido a la Nutria ir a vigilar aquel
lugar?
-Parece ser que fue allí donde le dio a Portly su primera clase de natación -contestó la
Rata-. Desde aquel bajío arenoso que hay a la orilla. Y era allí donde le solía enseñar a
pescar, y donde el pequeño Portly atrapó su primer pez, de lo cual estaba muy orgulloso. Al
chiquillo le encantaba aquel lugar, y la Nutria cree que, si regresa de sus vagabundeos por
donde quiera que esté (si es que aún está en algún lugar el pobre animalito), es probable que
se dirija hacia el vado que tanto le gustaba; o si por casualidad llegara hasta allí, lo
reconocería, y se quedaría allí jugando. Así que cada noche la Nutria va allí, a vigilar... por si
acaso, ya sabes, ¡sólo por si acaso!
Se quedaron callados un momento, ambos pensando en lo mismo..., en el pobre animal
desconsolado, agazapado junto al vado, vigilando y esperando, durante toda la noche..., sólo
por si acaso.
-Bueno -dijo al fin la Rata-, me supongo que es hora de irnos a casa.
Pero no se movió.
-Mira, Rata -dijo el Topo-. Yo no podría irme a casa y acostarme, sin hacer nada, aunque
me temo que no hay mucho que podamos hacer. Vamos a sacar la barca y a remar corriente
arriba. La luna saldrá dentro de una o dos horas, y entonces nos pondremos a buscar..., por lo
menos, será mejor que irnos a la cama y no hacer nada.
-Eso mismo estaba pensando yo-dijo la Rata-. Además, la noche no está como para irse a
la cama. Falta poco para que amanezca y, a lo mejor, algún animal madrugador tiene noticias
que darnos.
Sacaron la barca, y la Rata se puso a remar con cuidado. En medio de la corriente había
una estrecha franja de agua mansa que reflejaba tenuemente el cielo. Pero las aguas del
borde, donde caían las sombras del talud o de los árboles, tenían un aspecto tan denso y
oscuro como la orilla misma, y el Topo tenía que gobernar la barca con mucha prudencia.
Tan oscura y desierta, la noche estaba plagada, sin embargo, de ruiditos, cantos, charloteos y
susurros de todos aquellos bichitos que pululaban por allí, dedicados a sus negocios y
aficiones durante toda la noche, hasta que los primeros rayos del sol los mandaran a
descansar, que bien merecido se lo tenían. Y también los ruidos del agua se oían mejor que
durante el día, sus gorgoteos más inesperados y cercanos. Los dos animalitos se sobresaltaban
constantemente ante lo que les parecía la clara y repentina llamada de una voz articulada.
La línea del horizonte se destacaba clara contra el cielo, aunque en un punto determinado
aparecía negra contra una fosforescencia plateada cada vez más intensa. Al fin, por detrás del
borde de la tierra, la luna salió lenta y majestuosa, y fue despegándose del horizonte hasta
rodar por el cielo, libre de amarras. Y una vez más vislumbraron las superficies..., los amplios
prados, los jardines tranquilos, y hasta el mismo río, de orilla a orilla... Todo se descubría
poco a poco, limpio de misterio y miedo, todo radiante, como de día. Y sin embargo, con una
diferencia. Las antiguas guaridas de los dos animales los volvían a saludar, ataviadas de otro
modo, como si se hubieran escapado y ahora regresaran despacito, engalanadas de pureza,
sonriendo tímidamente, esperando a que las reconocieran.
Amarraron la barca a un sauce. Los dos amigos desembarcaron en aquel reino silencioso
y plateado, y exploraron cuidadosamente los setos, los troncos huecos, los arroyos y sus
desagües, las acequias y los riachuelos secos. Luego se embarcaron de nuevo, cruzaron a la
otra orilla, y de este modo subieron corriente arriba, mientras la luna, destacándose serena
sobre un cielo sin nubes, los ayudaba cuanto podía, a pesar de la distancia; hasta que llegó su
hora, y se hundió por detrás del horizonte y, muy a pesar suyo, los abandonó. El misterio
cubrió de nuevo los campos y el río.
Entonces, a su alrededor, todo empezó a cambiar. El horizonte empezó a clarear, el
campo y los árboles se hicieron más visibles. Todo parecía diferente, y perdía su misterio. Un
pajarillo silbó y se calló, y una suave brisa susurró a través de los juncos y carrizos. La Rata,
que estaba a la popa de la barca mientras el Topo remaba, se irguió de repente y escuchó con
atención. El Topo, que apenas movía la barca mientras exploraba las orillas, la miró con
sorpresa.
-Se ha ido -suspiró la Rata, hundiéndose de nuevo en su asiento-. ¡Tan hermoso, y
extraño, y nuevo! Para que acabara tan pronto, casi hubiera preferido no oírlo. Porque ha
despertado en mí un anhelo casi doloroso, y nada vale la pena, excepto oír de nuevo aquel
sonido, y seguir oyéndolo para siempre. ¡No! ¡Ahí está otra vez! -gritó irguiéndose de nuevo.
Cautivada, se quedó en silencio un buen rato, como bajo un hechizo.
-Ahora se aleja, casi no lo oigo -dijo al fin-. ¡Oh "Topo! ¡Qué belleza! ¡La delicada, clara
y alegre llamada de una flauta distante! Nunca había soñado con una música semejante y, sin
embargo, su atracción es mayor que su dulzura. ¡Sigue reman-do, Topo! ¡La música y la
llamada son para nosotros!
El Topo, muy intrigado, obedeció.
-Yo no oigo nada -dijo-, sólo el viento que juega con los juncos, los carrizos y las
mimbreras.
La Rata no contestó; ni siquiera lo oyó. Arrebatada, embelesada, estaba hechizada por
aquel sonido divino que había prendido en su alma indefensa y la mecía y la arrullaba,
criatura desamparada y feliz en aquel fuerte y prolongado abrazo.
El Topo siguió remando en silencio, y pronto llegaron a un punto donde el río se abría a
un remanso. Con un leve movimiento de cabeza, la Rata, que hacía rato había soltado el
timón, indicó al Topo que se metiera por el remanso. La marea de luz crecía, y pronto
pudieron ver el color de las flores que adornaban como piedras preciosas el borde del agua.
-¡Nos vamos acercando! -gritó alegre la Rata-. Seguro que ahora puedes oírlo. ¡Ah..., por
fin..., veo que tú también lo oyes!
El Topo, inmóvil y sin aliento, dejó de remar mientras el sonido acuático de aquella
flauta lo cubría como una ola y lo hechizaba. Vio las lágrimas correr por las mejillas de su
compañera, inclinó la cabeza y comprendió. Permanecieron así durante un rato, acariciados
por las primaveras violetas que bordeaban la orilla. Luego la clara y autoritaria llamada que
acompañaba la melodía embriagadora impuso su voluntad sobre el Topo, y éste se inclinó de
nuevo mecánicamente sobre los remos. Y la luz se hizo más fuerte, pero los pájaros no
cantaban, como suelen hacerlo al alba; todo se había paralizado menos aquella música divina.
A ambos lados, los fértiles prados parecían más frescos y verdes que de costumbre.
Nunca habían visto tan vivo el color de las rosas, ni las adelfas tan alborotadas, ni la reina de
los prados tan olorosa y penetrante. Entonces el susurro de la presa cercana llenó el aire, y los
dos animalitos se dieron cuenta de que se aproximaban a la desconocida meta de su
búsqueda.
Con un amplio semicírculo de luces centelleantes y brazos de agua verde, la gran presa
cerraba el remanso de orilla a orilla, agitando la superficie tranquila con remolinos y espuma,
y cubría los otros ruidos con su suave y solemne rumor. En medio de la corriente, envuelta en
el abrazo de la presa, había una islita bordeada de sauces, abedules plateados y alisos. Tímida
y reservada, pero llena de significado, se escondía detrás de aquel velo, esperando la hora
exacta y con ella a los elegidos.
Lentamente, pero sin dudar ni vacilar y en solemne expectativa, los dos animales
atravesaron las aguas tumultuosas y amarraron la barca a la margen florida de la isla.
Desembarcaron en silencio y avanzaron por las hierbas olorosas y las flores hasta que
llegaron a un pequeño prado de un verde maravilloso, que la Naturaleza misma había
adornado con árboles frutales: manzanas bravías, cerezas silvestres y endrinas.
-Este es el lugar de mis sueños, el lugar que me describió la música -susurró la Rata
como en trance-. ¡Si lo hemos de encontrar en algún sitio, será en este lugar bendito!
Entonces el Topo sintió un gran temor reverencial, un temor que le paralizaba los
músculos, le hacía inclinar la cabeza y le ataba los pies al suelo. No era pánico lo que sentía -
en realidad se sentía feliz y en paz-, sino un temor que lo golpeaba y retenía y, aun sin verlo,
sabía que aquello significaba que alguna augusta Presencia estaba muy, muy cerca. A duras
penas se volvió a mirar a su amiga, y la vio a su lado, intimidada, agobia
da y temblorosa. Y a su alrededor, la multitud de pájaros seguía silenciosa, mientras la
luz aumentaba.
Quizá nunca se hubiera atrevido a levantar la mirada. Pero, aunque cesó el sonido de la
flauta, la llamada aún les parecía imperiosa. No podía negarse, aunque fuese la mismísima
Muerte quien lo estuviera esperando para acabar con él una vez que sus ojos mortales
hubieran desvelado los secretos tan celosamente guardados. Temblando, obedeció y alzó
humildemente la cabeza. Y entonces, en aquella claridad del inminente amanecer, mientras la
Naturaleza, rebosante de color, parecía contener el aliento ante semejante acontecimiento, el
Topo miró a los ojos mismos del Amigo y Protector. Vio la curva de los cuernos que
brillaban a la luz del alba, vio la nariz aguileña entre los ojos bondadosos, que lo miraban
burlones, y la boca, rodeada de barba, esbozaba una media sonrisa; vio los músculos perfectos
del brazo cruzado sobre el ancho pecho; la mano larga y flexible que aún sostenía la
flauta recién apartada de sus labios; vio las curvas perfectas de sus miembros velludos
tendidos con majestuosa desenvoltura sobre el césped; y, por último, vio, acurrucada entre
sus pezuñas, profundamente dormida, la infantil, pequeña y redonda figura del bebé Nutria.
Todo aquello lo vio en un momento sobrecogedor e intenso en el cielo de la mañana. Y sin
embargo, mientras miraba, aún vivía; y mientras vivía, se maravillaba.
-¡Rata! -susurró tembloroso, recuperando por fin el aliento-. ¿Tienes miedo?
-¿Miedo? -murmuró la Rata, con los ojos brillando de amor-. ¡Miedo! ¿De Él? ¡Nunca!
Y..., y sin embargo... ¡Oh Topo, tengo miedo!
Entonces los dos animalitos se arrodillaron, inclinaron la cabeza y lo adoraron.
De repente, el gran disco dorado del sol se mostró frente a ellos en el horizonte, y los
primeros rayos, disparándose por encima del nivel de las vegas, deslumbraron a los dos
animales. Cuando recuperaron la vista, la Visión había desaparecido, y el aire rebosaba con
los cantos de los pájaros que saludaban el amanecer.
Miraban sin comprender, y su tristeza se fue haciendo mayor cuando se fueron dando
cuenta de lo que habían visto y perdido. Entonces una brisa caprichosa subió de la superficie
del agua, estremeciendo los álamos y las rosas húmedas de rocío, y les acarició suavemente el
rostro. Con aquella caricia vino también el olvido. Porque éste es el último y el mejor regalo
que el generoso semidiós tiene a bien otorgar a aquellos ante quienes se ha revelado para
ayudarles: el regalo del olvido. Para que el triste recuerdo no pueda perdurar y crecer y así
impedir la risa y el placer, para que la obsesionante memoria no pueda estropear las vidas de
los animalitos a quienes ayudó en momentos difíciles y para que, de este modo, todos
vuelvan a ser felices.
El Topo se frotó los ojos y observó a la Rata, que miraba, intrigada, a su alrededor.
-Perdona, Rata, ¿qué has dicho? -preguntó.
-Creo que sólo decía-contestó lentamente la Rata-que éste es el lugar donde lo
encontraremos, si es que vamos a encontrarlo. ¡Mira! ¡Pero si ahí está el chiquillo! -Y con un
grito de alegría corrió hacia el soñoliento Portly.
Pero el Topo se quedó un momento perdido en sus pensamientos, como quien,
despertándose bruscamente de un sueño maravilloso, intenta recordarlo y sólo consigue
captar un vago sentido de su belleza. ¡Su belleza! Hasta que incluso aquello se desvanece, y
el soñador tiene que aceptar amargamente el duro y frío despertar; así que, después de luchar
un momento con su memoria, el Topo meneó tristemente la cabeza y siguió a la Rata.
Portly se despertó con un grito de alegría, y se puso a saltar de felicidad a la vista de los
amigos de sus padres, que habían jugado tantas veces con él. Sin embargo la alegría
desapareció de repente de su cara, y se puso a buscar a su alrededor con un quejido
suplicante. Como un niño que se ha quedado dormido en brazos de su niñera, y al despertar
se encuentra solo y en un lugar desconocido, y busca en cada rincón y en cada armario, y
corre de habitación en habitación, y el desaliento le crece en el corazón; así Portly buscaba y
rebuscaba por la isla, obstinado e incansable. Al fin tuvo que darse por vencido, y, sentándose
en el suelo, se echó a llorar amargamente.
El Topo corrió a consolar al animalito; pero la Rata, retrasándose, observó con atención e
incertidumbre unas profundas huellas de cascos.
-Algún... animal... ha estado aquí -musitó lenta y pensativa. Y se quedó meditando. Algo
se agitó en su mente.
-¡Vamos, Rata! -gritó el Topo-. Piensa en la pobre Nutria, que espera angustiada en el
vado.
Portly se consoló rápidamente con la promesa de un obsequio: ¡un paseo en la barca de
verdad de la señora Rata! Así que los dos amigos lo llevaron a la orilla, lo sentaron entre ellos
en el fondo de la barca y se pusieron a remar por el remanso. El sol ya había salido, y
empezaba a calentar, los pájaros llenaban el aire con sus cantos, y las flores les sonreían
desde las orillas, y sin embargo -o eso les parecía- con menos riqueza y color que las que
recordaban haber visto en algún lugar... y no sabían dónde.
Cuando llegaron al cauce principal, subieron corriente arriba hacia el lugar donde sabían
que su solitaria amiga estaba vigilando. Al acercarse al conocido vado, el Topo llevó la barca
hasta la orilla, sacaron a Portly y lo pusieron de pie en el sendero. Le indicaron el camino que
tenía que seguir y, dándole una palmadita en la espalda para despedirse, alejaron la barca de
la orilla. Se quedaron mirando al animalito que andaba por el camino, orgulloso y satisfecho.
Lo estuvieron vigilando hasta que lo vieron levantar el hocico y apresurar torpemente el paso,
dando saltitos de alegría. Un poco más allá vieron a la Nutria, que se levantaba de un salto,
desde el hoyo donde había estado esperando con paciencia, y oyeron su grito de sorpresa y
alegría mientras saltaba a través de las mimbreras hasta el sendero. Entonces el Topo metió el
remo a fondo, giró la barca y dejó que la corriente los llevara río abajo, sin rumbo, ahora que
su búsqueda había llegado a un final tan feliz.
-Me siento cansadísimo, Ratita -dijo el Topo, inclinándose sobre los remos mientras
dejaba que la barca siguiera su curso-. Quizá sea por haber estado levantados toda la noche,
pero no lo creo. Lo hacemos a menudo, en esta época del año. No, me siento como si acabase
de vivir un momento emocionante, y que todo acaba de terminar. Y sin embargo, no nos ha
sucedido nada de particular.
-O algo sorprendente y maravilloso -susurró la Rata, inclinándose hacia atrás y cerrando
los ojos-. Me siento igual que tú, Topo; estoy muerta de cansancio, aunque no tengo el cuerpo
cansado. Menos mal que la corriente sola nos lleva a casa. ¡Qué agradable es sentir de nuevo
el sol hasta en los huesos! ¡Y escucha el viento, que juega entre los juncos!
-Es como una música, una música lejana-asintió el Topo soñoliento.
-Eso mismo estaba pensando yo -susurró la Rata-. Música para bailar... un ritmo sin
pausa... y además con palabras... se convierte en palabras, y luego otra vez en música... A
ratos las oigo claramente... y luego se vuelven a convertir en música para bailar, y luego
nada, sólo el suave susurro de los juncos.
-Tienes mejor oído que yo -dijo el Topo con tristeza-; yo no oigo las palabras.
-Yo te las repito-dijo suavemente la Rata, con los ojos aún cerrados-. Ahora vuelven las
palabras... lejanas pero claras... Para que el temor no habite / y convierta tu alegría / en
ansiedad, / cuando ayuda necesites / me buscarás, pero luego / olvidarás... Ahora cantan los
juncos... olvidarás, olvidarás, suspiran, y todo vuelve a ser un susurro. Entonces vuelve la
voz. Para que tu piel no sangre / ni te hiera, el cepo oculto /hago saltar. /Acaso mientras lo
suelte /puedas verme, pero luego / olvidarás..., ¡Más cerca, Topo, acércate a los juncos! Ya
casi no se oye, la voz se va atenuando. Ayudo y cuido al cachorro, / en el bosque lo saludo /y,
además, / encuentro al perdido, curo / al herido y hago a todos / olvidar. ¡Más cerca, Topo,
más cerca! No, es inútil; la canción se ha vuelto el susurro de los juncos.
-¿Pero qué quieren decir las palabras? -preguntó asombrado el Topo.
-No tengo ni idea -dijo sencillamente la Rata-. Te las repetí tal y como llegaron hasta mí.
¡Ah! ¡Ya vuelven, y esta vez bien claras! Esta vez son verdaderas, inconfundibles, sencillas...
apasionadas... perfectas...
-Entonces, cuéntamelas-dijo el Topo, tras unos minutos de paciente espera y medio
adormecido por el calor.
Pero no tuvo respuesta. Miró y comprendió el silencio. Con una gran sonrisa de felicidad
y un gesto de atenta escucha la pobre Rata se había quedado profundamente dormida.